La democracia está en riesgo. A decir verdad, siempre lo ha estado. Es decir, es consustancial a la democracia que haya algo que la amenace. Nunca hay que darla por sentado. Es el marco de desarrollo normativo de la libertad de los seres humanos, y tanto por historia colectiva como por consciencia individual sabemos que siempre habrá personas que quieran obtener beneficio a costa de la libertad de otras, justificando con ideologías, argumentaciones, y relatos diversos esas devaluaciones de la democracia. Es la siempre activa pugna desde sectores oligárquicos por obtener y mantener privilegios, por construir un entorno normativo propio al margen -y por encima- del que rige la convivencia del sujeto de soberanía democrática, que no es otro que un conjunto de individuos libres agrupados en una figura colectiva llamada pueblo.
No vamos a hacer un recorrido histórico por esas amenazas que son consuetudinarias a la democracia porque tal vez lo son a la condición humana. A efectos ilustrativos e introductorios valga simplemente reseñar que en el largo recorrido de la emancipación democrática de los pueblos, desde el rudimentario intento en la Atenas del siglo menos cinco, pasando por las cortes de León en España el siglo doce o los cantones suizos del siglo siguiente, hasta llegar a las modernas rebeliones de las colonias estadounidenses, la bill of rights inglesa, la revolución francesa, o todos procesos de independencia del siglo veinte impulsados por pueblos sometidos al yugo colonial, la democracia siempre ha tenido que ver con dos de sus elementos genéticos: el reconocimiento y la formalización de los derechos inalienables del individuo; y la limitación del poder de otros sobre esos derechos.
En el siglo veinte, además, al precio del esfuerzo y la vida de muchas personas, se puso de manifiesto que la libertad es ante todo capacidad de elegir sin estar sometidas las personas a coacciones o amenazas, y que la única manera de acrecentar paulatinamente las cotas de libertad individual -ejercida en el terreno de lo común con los limites en la libertad del próximo- es incrementar la igualdad o, en sentido contrario, desarraigar las causas de la desigualdad.
De esta manera, en la actualidad, podemos con justicia recurrir a la figura retórica de resumir la democracia en cuatro vectores, casi todos legados de la revolución francesa y de la declaración universal de los derechos humanos: la libertad individual protegida por leyes que garanticen los derechos humanos; la igualdad de oportunidades y acceso, por tanto la erradicación de las condiciones de discriminación; la protección de lo común -lo que podría ser la fraternidad, de ese espacio colectivo donde se garantiza el ejercicio conjunto de las libertades públicas; y, más que la separación de poderes, la articulación de un sistema de equilibrios que garantice que ningún interés tiene el poder suficiente como para torcer las libertades públicas y el espacio compartido de lo colectivo, que es a su vez el eje sobre el que se construye la igualdad. Todavía se podría resumir más: la democracia es el autogobierno, el sistema de autogobierno -más directo o más representativo- del que los individuos agrupados en colectivos sociales se dotan para ejercer sus derechos y gobernar desde su soberanía sobre lo común.
Ante esos cuatro pilares de la democracia no es exagerado sospechar hoy que la tecnología, cuando se desarrolla socialmente sin ética emancipadora y, por tanto, cuando es ciega o agnóstica respecto del bienestar colectivo, puede ser una amenaza para las libertades democráticas, cuando se entienden esas libertades democráticas como el bienestar del individuo en un espacio común de convivencia colectiva regido por la ley, la igualdad, y la ausencia de poderes que sean capaces por su voluntad de torcer esas leyes e igualdad para beneficiar los intereses oligárquicos de unos pocos en detrimento de los intereses de la mayoría social.
Continuando el hilo de nuestro razonamiento, si la tecnología contribuye a fortalecer el autogobierno soberano de la ciudadanía sobre sí misma -ya sea por medio de sus representantes electos-, será una tecnología al servicio de la democracia; en caso contrario, será un factor de desigualdad potencialmente explotable por intereses oligárquicos.
La tecnología es un conjunto de herramientas sociales de doble uso, que pueden ser empleadas para emancipar socialmente al individuo, para hacerlo crecer en libertad e igualdad, y por ello en democracia; o pueden ser utilizadas para acumular poder en manos de unos pocos intereses particulares a costa de las libertades públicas, para incrementar el control de unos pocos sobre la vida de los ciudadanos, para limitar -o peor aún manipular- la capacidad de decisión de las democracias erosionando la soberanía de los pueblos hasta convertirla en un selfie.
En un escenario en que las tecnologías de red social han crecido exponencialmente en poco tiempo; la computación algorítmica describe un progreso que no permite respiro en lo relativo al procesamiento de ingentes cantidades de datos sociales; y el aprendizaje máquina está tejiendo una tupida malla de raíles digitales por los que ya está discurriendo una inteligencia artificial que en un futuro muy próximo no será ni sombra de lo que es -en potencia y eficiencia- cuando la computación cuántica sea una realidad… en ese escenario la democracia todavía no ha desarrollado un modelo conceptual para asegurar que los desarrollos tecnológicos están al servicio de la soberanía popular, y no la soberanía popular bajo la dependencia e influencia particular de los propietarios de esos medios tecnológicos. Si sobre algo debieran estar siempre sostenidas las democracias es sobre la idea del progreso emancipador de los pueblos asentada sobre el ejercicio libre de su soberanía. Actualmente no es complicado discernir que los gobiernos están más preocupados por no perder el ritmo de los avances que por diseñar los mecanismos que conviertan esos avances en democráticamente aptos.
Es cierto, no hay que desdeñar avances que, liderados por la vocación europea, están marcando mundialmente el ritmo de cómo los Estados de Derecho deberían traducir la soberanía popular en una gobernanza de la tecnología; el Reglamento General de Protección de Datos es un claro ejemplo en esa dirección, pero también el epítome de un espejismo. Por supuesto que la privacidad debe de ser protegida, pero no a costa de un simulacro de consentimiento informado que hace parecer que el ciudadano está adoptando una decisión sobre el control de sus datos personales cuando, en realidad, en la mayor parte de las ocasiones el perjuicio social no viene del dato desregulado, sino del algoritmo desregulado con el que se procesa el dato cuya privacidad ha sido regulada: esos algoritmos, actualmente sin control democrático alguno, adoptan y adoptarán diariamente millones de decisiones con impacto social, que no están fiscalizadas con criterios de ética de gobernanza democrática sino que responden, generalmente, a principios de lucro económico, que tal vez serían legítimos si hubieran pasado el filtro de lo democráticamente sostenible.
Sin ánimo de exhaustividad, si cuatro son los pilares del funcionamiento democrático que hemos mencionado, cuatro son igualmente los peligros de una «ingobernanza democrática de la tecnología«. Ante la libertad, los actuales sistemas tecnológicos sociales no sólo pueden contribuir a que los individuos tengan menos capacidad de decisión, sino a que las decisiones que adopten las tomen sobre una base de información masivamente deformada y manipulada; la capacidad actual de sistemas de computación algorítmica de procesar datos de carácter personal y social para hacer perfilado individual (microtargeting) sobre personas concretas es bien conocida, y su aplicación a contextos políticos (recordemos a Cambridge Analytica) algo constatado.
Ante la igualdad, la amenaza no sólo proviene de la cada vez más presente intoxicación pública con la idea de la propiedad -y por tanto mercantilización- de los datos personales, que inmediatamente podría crear una clase de desfavorecidos o parias digitales; o de los intentos de comprometer la neutralidad en la red; o del acceso/exclusión por razones de capital a avances tecnológicos en medicina, educación, cultura o transporte. Con ser estos peligros, el riesgo más claro de la ausencia de gobernanza democrática sobre la tecnología llegará, ya está llegando, de algoritmos de computación masiva que adopten decisiones automáticas que discriminen a ciudadanos por razón de raza, sexo, opinión, o cualquier otra circunstancia.
Ante la fraternidad o la solidaridad, el peligro está llegando del paulatino empobrecimiento de lo común tanto como idea política cuanto como espacio físico que pueda ser vivido. La individualización tecnológica y el desplazamiento de las relaciones sociales a un entorno desregulado como el ciberespacio está contribuyendo, paradójicamente, a una segmentación social que no somos capaces de ver ante la ilusión de la hiperconexión: nos parece que estamos cada vez más conectados, aunque esa conexión se realice sobre medios privativos, propiedad de oligopolios que nos brindan esos espacios privados «gratuitamente» alejándonos cada vez más de la noción de espacio social de convivencia: es la enajenación del procomún. El ejemplo más evidente de esta tendencia es el almacenamiento y la computación en la nube, espacios masivos que son propiedad de oligopolios tecnológicos y donde acaban residiendo, incluso, toda la información de las instituciones públicas, que son cada vez más dependientes de contratos tecnológicos tercerizados sobre infraestructuras hardware que ya no son de propiedad pública, y que están regidas por intereses particulares.
Y, por último en este breve resumen de conmociones que la ingobernanza democrática de la tecnológica puede extender sobre los fundamentos de las democracias, llegamos a la perversión de la soberanía que, según las Constituciones políticas que rigen en la mayoría de los países, reside en el pueblo.
El ejercicio de la soberanía se ha vinculado tradicionalmente al territorio, al espacio físico, a las coordenadas espacio-temporales donde el individuo ejerce sus derechos fundamentales y políticos. ¿Qué ocurriría cuando esos espacios quedaran afectados por una progresiva digitalización que sustituyera el territorio de soberanía por un territorio digital en donde el ciudadano ha sido invitado a residir «gratis» a cambio de toda su información? Es como si la democracia estuviera pasando a ser computada en la nube, pero una nube donde la democracia no es un instrumento de soberanía popular sino una invitada que debe cumplir con los «términos y condiciones de servicio» definidos por intereses de soberanía privativa, y no popular. Aquí podría afirmarse lo que se atribuye en general a los servicios digitales gratuitos: <<cuando la democracia se computa en una nube gratuita (que es propiedad privada de alguien), es que el producto es la democracia>>. La falta de control soberano sobre los ciberespacios, y la consiguiente anorexia del Estado de Derecho en esos ciberespacios, puede parecer un supremo ejercicio bohemio de libertad, pero en realidad es un terreno abonado para la desregulación y la emergencia de oligarquías tecnológicas que harán desplazar el centro de las decisiones desde el pueblo y la política –donde se expresa la democracia- hacia quienes tienen el control de la información y, por tanto, de la definición de la realidad.
Respecto de estas potenciales infecciones tecnológicas, ahora que las vemos, el antídoto debería provenir, como siempre, de más democracia, de más autogobierno soberano, de más Estado de Derecho para una gobernanza democrática, en definitiva, de más ciberdemocracia.
Este empeño de insuflar más democracia en la tecnología. y en hacer crecer la democracia desde ella, debería fundarse en la convicción de que la democracia representativa no es un horizonte de llegada, sino de partida; no es un objetivo estratégico al que aproximarse, sino una base sobre la que sustentarse. Ese horizonte al que llegar -y el objetivo estratégico a conseguir- es la democracia participativa, robusteciendo y ampliando las condiciones existentes, y generando nuevos espacios, instrumentos y escenarios sociales, para ampliar el ejercicio de la soberanía individual en la suma del espacio social común y compartido que constituye el núcleo de la democracia: no sólo la posibilidad sino también la capacidad real de cada persona de autogobernarse libremente en su vida, y de participar activa, comprometida y solidariamente en el gobierno de lo común.
En este punto, son numerosas las personas, asociaciones, organizaciones y otros agrupamientos colectivos que están pensando en España y otros países en la manera no sólo de adelantarse a los cambios, sino de construir un futuro de más democracia utilizando a la tecnología como aliada; minimizando de entre su doble uso ése potencialmente perverso; y maximizando la vertiente emancipadora de la tecnología. Sin embargo, como podría ocurrir con movimientos sociales transformadores tal que el feminismo o el ecologismo, en ocasiones la dispersión y el acento puesto en las diferencias de las distintas sensibilidades y enfoques, y no en las troncalidades comunes, puede llevar a que la eficiencia de las acciones quede comprometida: y cuando se trata de fiscalizar y encarrilar democráticamente la rapidez de la tecnología, las ineficiencias siempre acaban pagándose.
Por ello, ahora que estamos a tiempo porque aún podemos discernir la velocidad a la que circula el vagón (llegará un momento en que no será así), con independencia de que todos estos esfuerzos de gobernanza democrática de la tecnología deben tener un alineamiento y coordinación internacionales, en lo que respecta a España una manera de enfocar, sumar fuerzas, multiplicar ideas, y tejer sinergias sería federar la mayoría de las iniciativas colectivas e individuales actuales que están trabajando en el campo de la tecnopolítica, la libertad y regulación en Internet, la privacidad, los derechos digitales, o el software libre; todas convergiendo en un espacio común convertido en macro-actor de la sociedad civil para influir en la manera de hacer una política de gobernanza tecnológica para la democracia.
Desde las diferencias de opinión y concepción de los diversos temas que legítimamente tenga cada actor, y conservando las identidades propias, iniciativas como Criptica, Xnet, el Partido Pirata, la Asociación de Internautas, PDLI, Dones en Xarxa, o la Fundación Éticas, sólo por citar a unas pocas en un conjunto donde hay también numerosas personas individuales representativas, podrían estar llamadas a constituirse en una Federación Ciberdemocracia, una expresión de la sociedad civil que intentara avanzar por los mismos caminos de libertad, igualdad y soberanía que otras expresiones llevan ya décadas recorriendo en otros polos de desarrollo social democrático como el sindicalismo, el feminismo o el ecologismo.
El principio directriz de la tecnología, en el contexto de trabajo de esa Federación Ciberdemocracia -que es el espacio de intersección de la tecnología con la libertad de los sistemas democráticos participativos-, debería ser que sumara para el bienestar y la justicia social de la mayor porción de población posible y, dentro de esta porción, de las personas más desfavorecidas en sus derechos cualquiera que sea la causa, o las más limitadas por discapacidades de cualquier tipo. Simplificando: si la tecnología suma para el bienestar social y la libertad democrática, estará siendo usada para el progreso de todas las personas; si no suma, estará restando, ya sea porque no hace progresar en bienestar y libertad a la mayoría, ya sea porque lo hace aumentando los privilegios de bienestar y libertad de unos pocos -económicamente ya enriquecidos- a costa de la mayoría. En cuanto a tecnología, el ideal democrático es que contribuya a que todas y todos seamos más libres, no que lo sean unos cuantos; que todas y todos alcancen mayores cotas de bienestar, y no sólo unos cuantos que previamente ya superen en esas cotas a la mayoría; que las tecnologías incrementen la dignidad de la mayoría de las personas, no de colectivos previamente privilegiados que nunca han visto su dignidad conculcada. Con toda lógica, el comienzo para este camino debería provenir de donde obtiene legitimidad la democracia y su expresión en los Estados de Derecho: de un ejercicio de soberanía del pueblo sobre el ciberespacio.